El clima era cambiante, por días enteros había nevado en la capital, luego de 30 años. Las calles, recientemente refaccionadas, eran peligrosas. La poca costumbre llevaba al desastre directo. Sin embargo, los parroquianos, admirados, corrían, formando ídolos blancos, sublimando las frías tierras andinas. La muchedumbre hacía difícil la entrada al lugar. Desde el restaurado balcón, con manta verde sobre la espalda, ella observaba el pasaje de los estudiantes, que se introducían en el corazón de Nueva Córdoba.
Muchos años frente al aula, le otorgaban fuste necesario para encasillar a los ingresantes.
Con mirada penetrante, directa, rígida, azul, indagaba desde el marco hasta lo más profundo, buscando seguridad en las palabras que surgían; horrorizada de mentiras, quería paz en el espacio.
Casi cien años acompañaban a la estructura del Albergue, puertas gigantes, de cinco metros de alto, aterrorizaban hasta el más valiente.
Una sala de estudio, un hall, un patio interno, la cocina, y las habitaciones.
Por último, el segundo patio, desde donde descollaba el madero troncal de una añeja parra, que tejiendo, subía hasta al segundo piso, para acompañar a la señora Abuela.
En la media tarde del sábado, Alejandro llegaba con ilusiones de gran director de cine, a la Docta cordobesa. Buscaba un lugar donde residir, y comenzar sus jóvenes planes.
En sus sueños, tan solo servir un café al creador de sus alucinaciones más profundas: Steven Spilberg. Desde un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fe, sus quimeras lo acompañaban, esperanzas resumidas en su creación, en su inagotable imaginación, que explotaba en simpatía arrolladora. Sumaba características de adolescentes hiperactivo, atraído por las luces, los sonidos y colores que le invadían el ser, cuando apoyaba su cuerpo, en una butaca y comenzaba a disfrutar de un film.
Hijo de carpintero, traía un bolso y un pequeño baúl, amuchando sentimientos pueblerinos. Rápido y gentil, respondió a la inquisitoria, sumando otro éxito a su simpatía. La señora había caído en su engaño. Le tocaba la habitación numero cuatro, con puerta al baño mayor.
La sombra natural, de la envejecida vid, caía justo en sus aposentos. Cada hoja, iba a crujir en su alma. Acompañado por el coordinador de turno, leyó, escucho y firmo el reglamento del lugar, así luego, se le entregaría la llave de su habitación. Hasta ella llevo todos sus enceres; dejó ropa, libros, elementos, sin abrir su baúl.
Con un baño rápido, cayó sobre el colchón, donde solo reposaba una vieja almohada. Comenzó a colocar sábanas, frazadas, la noche sería muy fría.
Sobre el vitraux de la puerta, en lo alto, una sombra restringida. Su desesperante paciencia lo llevo a espiar, sin saber que al entreabrir la vieja puerta, el chillido oxidado lo delataría. La movió y miro, la señora subía una escalera de entrepiso, que se resguardaba detrás de la parra, asunto que Alejandro no había notado. Al abrir más la puerta, el ruido fue demasiado, la mujer, que se encaminaba a la habitación del entrepiso, noto su mirada, miro fuertemente, y supo que el soñador traería elementos para marcar la diferencia.
El cansancio era extremo, esperar en terminales, arrastrar bolso y baulera, el cuerpo no resistió, y durmió hacia lo profundo. Cuentos, fabulas, colores, y muchos sonidos…
La habitación era cómoda, dos camas, un ropero, una baulera y una pequeña cajonera.
Con todo esto, en la mañana, intentó ordenar.
Una ducha caliente al comenzar el día, seria lo ideal, las puertas llevaban al baño mayor, aquel de gran bañera antigua, de fuertes patas trabajadas.
Llenó de agua el asunto y sumergió su delgado cuerpo en ella.